MI PEOR MOMENTO
Tematica: Por muy felices que seamos, siempre hay un día o una época en nuestra vida en que lo hemos pasado mal, pues este reto irá de eso. Puede ser un momento en que nuestro personaje haya sentido tristeza, ira, vergüenza, estrés o cualquier otro sentimiento que le haya hecho sentirse mal.
HT: #MiPeorMomentoPHR
Exigencias: Debe ser real, y puede ser en presente, pasado o futuro (siempre que sea un futuro que se vaya a hacer realidad).
Plazo: finalizado
HT: #MiPeorMomentoPHR
Exigencias: Debe ser real, y puede ser en presente, pasado o futuro (siempre que sea un futuro que se vaya a hacer realidad).
Plazo: finalizado
Participantes:
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Reto ganador:
Dicen que todo pasa por algo, que si algo malo nos pasa en esta vida sin haber sido malos, es que, probablemente, en nuestra vida anterior hicimos algo mal. Y no es que diga que el karma existe, que puede ser, pero hay veces, que no hay otra explicación que duela menos que esa. Aunque pueda carecer de lógica.
Effy Judgment, seis años, siete de julio, cuatro y media de la tarde. Su madre, una mujer trabajadora, estaba fuera de casa. Effy había quedado a cargo de su padre mientras ella trabajaba, ya que no podía ocuparse del todo de su hija por su trabajo de medimaga, mientras que el padre, simplemente, llevaba un bar, y ni siquiera hacía falta que él estuviera.
Nuestra historia empieza ese siete de julio, a esas cuatro y media de la tarde, con una niña de seis años morena y unos ojos azules que eran más bonitos que el mar y cielo juntos. Empieza con una niña sentada jugueteando con muñecos de paja, a pesar de vivir en un apartamento lujoso y grande en medio de la ciudad. "Ding, Dong"... "Ding, Dong", el timbre sonaba, la niña, de rostro inocente con sus dos coletas se giraba, por la puerta, entraba un hombre. Ella lo conocía, sabía quién era. Y su padre también. También sabía lo que hacía. Y lo que iba a hacer.
La niña tragó saliva y salió corriendo con el máximo sigilo posible a su cuarto, escondiéndose dentro del armario. Durante unos minutos, no oía nada. Sólo silencio. La chiquilla estaba intentando no respirar, por si acaso. Los minutos pasaron, de nuevo, convirtiéndose en quince. Desconcertada, la niña abrió la puerta, su cuerpo temblaba. Sus manos, temblorosas como el resto de su cuerpo, se acercaban a la puerta del armario para abrirla. De momento, era todo silencio.
Nada más abrirla, lo primero y único que pudo ver fueron cuatro piernas, pantalones largos y zapatos. Poco a poco, el cuerpo de la niña empezó a temblar un poco más. Sus pulsaciones se aceleraban, notaba como si el corazón se le fuera a salir del pecho. Con lentitud, la niña levantó la cabeza, alzando la vista y observando a ambos hombres, que la miraban con una sonrisa nada amable, pero tampoco enfadada... Ese tipo de sonrisas, esa sonrisa en sí, a Effy le daba escalofríos.
Con brusquedad, el hombre que no era su padre la cogía del brazo para levantarla- Papá... Por favor... -Effy miró a su padre. Éste sólo se rió.
Dicen que el único hombre que te ama de verdad en toda tu vida, es tu padre. Pero ese amor no era como los demás. Más bien, no sabía si eso era amor u odio. No lo entendía. Pero decirme, ¿qué niño se merece que un padre no le proteja?
Cállate, Effy. -Dijo de pronto con voz brusca, enfadada. El ceño del padre estaba fruncido, regañandola. Mientras, el otro, se iba acomodando, deshaciéndose de todo lo que cubría su piel. La pequeña no paraba de temblar... Da hasta escalofríos contarlo.
Al rato, el señor Judgment, que para nada merecía ser llamado señor, y mucho menos, hombre, empezó a quitarle las prendas a su pequeña hijita. Lo único que ella podía hacer era estar quieta, temblando, llena de terror, terror a la incertidumbre. A qué iba a hacerle ese día... ¿No os dan ganas de enviar a ese tipo a Azkaban?
De pronto, fue empujada. De espaldas, cayó a la cama.
No quiero decir con detalles lo que pasó esa tarde, es demasiado fuerte para contarlo entero.
La mano del hombre acariciaba la suave espalda desnuda de la niña, su padre observaba de lejos, sentado, su mano estaba por dentro de su pantalón, sonriente. Effy, de cara a su padre, le observaba. De sus azules ojos empezaron a caer lágrimas. Saladas lágrimas que caían a tan poca velocidad que sentía que iba a morir. Sentía que toda ella era suciedad. Quizá hasta se lo merecía. Pero lo único que podía hacer, era eso, llorar.
Este tipo de historias siempre me han dado mucha impotencia, sobre todo cuando es a niños tan pequeños como lo era ella. Seis años. Tan sólo seis años. Es demasiado duro... Pero hay que seguir, repito, saltándome detalles.
La muchacha cerró los ojos durante unos instantes. Lo único que deseaba era que acabase. Que acabase pronto. Le dolía. Todo el cuerpo le dolía. Su corazón latía demasiado rápido, de sus ojos nacían demasiadas lágrimas, y su cuerpo temblaba más que estando desnudo en el polo sur.
Al abrir sus ojos, dirigió por ultima vez la mirada a su padre- Po-por fa-favor... Pa... Papá... -No podía ni hablar. Las lágrimas eran tan saladas que le daba hasta asco. De nuevo, su padre frunció el ceño, mandándole callar.
A partir de aquí, voy a saltarm parte de la historia, pero no os voy a dejar con la intriga, aún queda el final.
Al rato de acabar, ambos adultos salieron del cuarto, cerrando la puerta tras de sí, hablando y riendo en alto. Al otro lado de la puerta, Effy estaba tendida en la cama, tapada con una suave sábana verde, la cual se había puesto por encima al segundo de cerrar la puerta. Por sus piernas se podían ver arañazos, y en sus brazos, moratones. Su pelo estaba totalmente despeinado, sucio y algo pegajoso... Y su rostro era el hábitat de millones de lágrimas.
La pequeña cerró sus ojos, deseando no volver a despertar jamás.
Effy Judgment, seis años, siete de julio, cuatro y media de la tarde. Su madre, una mujer trabajadora, estaba fuera de casa. Effy había quedado a cargo de su padre mientras ella trabajaba, ya que no podía ocuparse del todo de su hija por su trabajo de medimaga, mientras que el padre, simplemente, llevaba un bar, y ni siquiera hacía falta que él estuviera.
Nuestra historia empieza ese siete de julio, a esas cuatro y media de la tarde, con una niña de seis años morena y unos ojos azules que eran más bonitos que el mar y cielo juntos. Empieza con una niña sentada jugueteando con muñecos de paja, a pesar de vivir en un apartamento lujoso y grande en medio de la ciudad. "Ding, Dong"... "Ding, Dong", el timbre sonaba, la niña, de rostro inocente con sus dos coletas se giraba, por la puerta, entraba un hombre. Ella lo conocía, sabía quién era. Y su padre también. También sabía lo que hacía. Y lo que iba a hacer.
La niña tragó saliva y salió corriendo con el máximo sigilo posible a su cuarto, escondiéndose dentro del armario. Durante unos minutos, no oía nada. Sólo silencio. La chiquilla estaba intentando no respirar, por si acaso. Los minutos pasaron, de nuevo, convirtiéndose en quince. Desconcertada, la niña abrió la puerta, su cuerpo temblaba. Sus manos, temblorosas como el resto de su cuerpo, se acercaban a la puerta del armario para abrirla. De momento, era todo silencio.
Nada más abrirla, lo primero y único que pudo ver fueron cuatro piernas, pantalones largos y zapatos. Poco a poco, el cuerpo de la niña empezó a temblar un poco más. Sus pulsaciones se aceleraban, notaba como si el corazón se le fuera a salir del pecho. Con lentitud, la niña levantó la cabeza, alzando la vista y observando a ambos hombres, que la miraban con una sonrisa nada amable, pero tampoco enfadada... Ese tipo de sonrisas, esa sonrisa en sí, a Effy le daba escalofríos.
Con brusquedad, el hombre que no era su padre la cogía del brazo para levantarla- Papá... Por favor... -Effy miró a su padre. Éste sólo se rió.
Dicen que el único hombre que te ama de verdad en toda tu vida, es tu padre. Pero ese amor no era como los demás. Más bien, no sabía si eso era amor u odio. No lo entendía. Pero decirme, ¿qué niño se merece que un padre no le proteja?
Cállate, Effy. -Dijo de pronto con voz brusca, enfadada. El ceño del padre estaba fruncido, regañandola. Mientras, el otro, se iba acomodando, deshaciéndose de todo lo que cubría su piel. La pequeña no paraba de temblar... Da hasta escalofríos contarlo.
Al rato, el señor Judgment, que para nada merecía ser llamado señor, y mucho menos, hombre, empezó a quitarle las prendas a su pequeña hijita. Lo único que ella podía hacer era estar quieta, temblando, llena de terror, terror a la incertidumbre. A qué iba a hacerle ese día... ¿No os dan ganas de enviar a ese tipo a Azkaban?
De pronto, fue empujada. De espaldas, cayó a la cama.
No quiero decir con detalles lo que pasó esa tarde, es demasiado fuerte para contarlo entero.
La mano del hombre acariciaba la suave espalda desnuda de la niña, su padre observaba de lejos, sentado, su mano estaba por dentro de su pantalón, sonriente. Effy, de cara a su padre, le observaba. De sus azules ojos empezaron a caer lágrimas. Saladas lágrimas que caían a tan poca velocidad que sentía que iba a morir. Sentía que toda ella era suciedad. Quizá hasta se lo merecía. Pero lo único que podía hacer, era eso, llorar.
Este tipo de historias siempre me han dado mucha impotencia, sobre todo cuando es a niños tan pequeños como lo era ella. Seis años. Tan sólo seis años. Es demasiado duro... Pero hay que seguir, repito, saltándome detalles.
La muchacha cerró los ojos durante unos instantes. Lo único que deseaba era que acabase. Que acabase pronto. Le dolía. Todo el cuerpo le dolía. Su corazón latía demasiado rápido, de sus ojos nacían demasiadas lágrimas, y su cuerpo temblaba más que estando desnudo en el polo sur.
Al abrir sus ojos, dirigió por ultima vez la mirada a su padre- Po-por fa-favor... Pa... Papá... -No podía ni hablar. Las lágrimas eran tan saladas que le daba hasta asco. De nuevo, su padre frunció el ceño, mandándole callar.
A partir de aquí, voy a saltarm parte de la historia, pero no os voy a dejar con la intriga, aún queda el final.
Al rato de acabar, ambos adultos salieron del cuarto, cerrando la puerta tras de sí, hablando y riendo en alto. Al otro lado de la puerta, Effy estaba tendida en la cama, tapada con una suave sábana verde, la cual se había puesto por encima al segundo de cerrar la puerta. Por sus piernas se podían ver arañazos, y en sus brazos, moratones. Su pelo estaba totalmente despeinado, sucio y algo pegajoso... Y su rostro era el hábitat de millones de lágrimas.
La pequeña cerró sus ojos, deseando no volver a despertar jamás.
Escrito por: Effy Judgmet
Reto con mención de honor:
Los ojos de Sasha se habían cerrado hace horas, y su respiración constituía una nana a la que Larisa, después de ocho meses, se había acabado acostumbrado. El cambio que había dado era gigantesco: había crecido sano y fuerte, a pesar de las posibles adversidades, el pelo le había cambiado de un castaño oscuro como el de Lara a un rubio... Pero lo que más había cambiado en esos ocho meses era, sin lugar a dudas, el afecto que Lara tenía hacia el pequeño.
Sasha no fue buscado, ni mucho menos, casi se puede decir que fue el error de un desliz lujurioso con el que un día fue su "hermano" (ya que no lo son de sangre) y ahora, a ojos de la rusa, no era más que un completo extraño.
Durante el embarazo, las hormonas le jugaban malas pasadas, Larisa perdió la oportunidad de futuro por la que tanto había luchado, y la "relación" (si se le pudo haber llamado así alguna vez) que tenía con Semyon subía y bajaba como la marea.
Todo se oscureció a medida que el momento llegaba y cuando por fin pudo estrechar al pequeño entre sus brazos, comenzó la ansiedad, la depresión y el insomnio. Eso sin contar que, a ojos de Lara, Semyon no ayudaba nada... ¿por qué ella, sólo por haber sido madre, había tenido que renunciar a sus sueños mientras que él podía seguir tanto en la reserva de dragones como en el pub? No era justo.
La irritabilidad, el enfado y las peleas comenzaron de inmediato. Las pullitas eran el pan de cada día, e incluso Ahren se atrevió a cavar una trinchera en el campo de batalla que había entre Lara y Semyon, cada vez que se juntaban en la misma habitación, para que la cosa no fuese a más.
Lara se sentía rota, tanto por dentro como por fuera. Rota y atada con cadenas involuntarias a una vida que ni quería ni había elegido, ¿y todo por qué? por un encuentro lujurioso de un día cualquiera. ¿Pero qué culpa tenía el pequeño Sasha de haber llegado a la vida de Lara en el momento y el lugar equivocados? Ninguna en absoluto. Es por ello que la morena lo trata con todo el amor que una joven madre primeriza, que querría haber sido la bailarina principal de alguna compañía de ballet importante, puede darle.
Es por ello que ahora mismo sus ojos están hinchados y húmedos, rojizos y cansados pensando en lo que Semyon le dijo hace unas semanas: en dar en adopción a Sasha.
Los trámites habían comenzado, y el rubio había firmado ya los papeles... Pero ahora faltaba Lara por firmar.
Había pasado muchas noches en vela pensando en lo que aquella familia podría darle a su hijo, y en lo que ella misma no podría darle. En la de cumpleaños, Navidades, caídas y berrinches que se iba a perder a su lado. En la de primeros momentos que nunca presenciaría y en la de conversaciones que nunca tendrían. En la de besos y abrazos a los que renunciaría si aceptaba firmar aquellos papeles.
Su mano derecha descansaba en el pecho del pequeño, el cual recibía una leve caricia del pulgar de su madre mientras su diminuta mano izquierda se aferraba con fuerza a sus dedos meñique y corazón. Y con lentitud, las lágrimas caían desde la uve en la que se cerraba el párpado de Larisa, deslizándose hacia el brazo en el que apoyaba su cabeza.
Nadie le había dicho que dejar ir a un hijo era tarea fácil.
El pecho le dolía, sentía como su corazón se contraía cada vez que pensaba en todo aquello. En lo que es y nunca podrá ser. Y en lo mucho que su propio hijo ganaría en calidad de vida si ella desaparecía de su vida.
La vida se burlaba de ella, desde luego.
Con suavidad separó la mano del pecho del pequeño, arropándolo mejor con la sábana, y se levantó de la cama (donde lo había dormido) para acercarse al escritorio en el que estaba la única lámpara de noche que iluminaba su habitación. Sobre la mesa las hojas que Lara debía firmar, y a su vera el tintero y la pluma con la que debía firmar.
A pesar de haberlo normalizado todo junto al mundo muggle, no podía olvidar que su vida giraba en torno a la magia, que su hijo era de sangre pura y algún día llegaría a entrar en Hogwarts.
¿Y a qué casa le mandaría el Sombrero Seleccionador? ¿En qué asignaturas destacará? ¿Cuando vaya al Callejón Diagón elegirá una lechuza, un gato o un sapo? ¿Le apasionará la danza, como a su madre? ¿Se morirá por trabajar con dragones como su padre? ¿Llegará a conocer Durmstrang o Beauxbatons algún día?
Larisa se apoya en la madera pulida y barnizada del escritorio, sintiendo como todo le da vueltas, y decide sentarse en la silla que va a juego, frente a aquellos endemoniados papeles. Posa una mano sobre ellos y comienza a leerlos, cada palabra le quema los ojos más y más.
Vuelve a ver borroso, y toma la pluma con la diestra mientras sujeta las hojas con la izquierda. Moja en el tintero y un sollozo logra escapar de su pecho, asfixiándole en la garganta.
La firma se le hace eterna, las líneas no quieren ser trazadas y el papel rehúsa la tinta... O al menos eso es lo que a ella le parece. En realidad las amargas lágrimas, desesperadas por evitar el momento, vuelven a precipitarse al vacío.
Cuando las seca con el dorso, la palma, el revés de la mano, e incluso el antebrazo, los papeles ya está firmados. Cuándo se tramiten, Sasha dejará de ser su pequeño dragón para serlo de otras personas... A las que sólo se puede atrever a pedirles una única cosa: que le brinden todo lo que ella no será capaz de brindarle. Y que le enseñen a amar.
Sasha no fue buscado, ni mucho menos, casi se puede decir que fue el error de un desliz lujurioso con el que un día fue su "hermano" (ya que no lo son de sangre) y ahora, a ojos de la rusa, no era más que un completo extraño.
Durante el embarazo, las hormonas le jugaban malas pasadas, Larisa perdió la oportunidad de futuro por la que tanto había luchado, y la "relación" (si se le pudo haber llamado así alguna vez) que tenía con Semyon subía y bajaba como la marea.
Todo se oscureció a medida que el momento llegaba y cuando por fin pudo estrechar al pequeño entre sus brazos, comenzó la ansiedad, la depresión y el insomnio. Eso sin contar que, a ojos de Lara, Semyon no ayudaba nada... ¿por qué ella, sólo por haber sido madre, había tenido que renunciar a sus sueños mientras que él podía seguir tanto en la reserva de dragones como en el pub? No era justo.
La irritabilidad, el enfado y las peleas comenzaron de inmediato. Las pullitas eran el pan de cada día, e incluso Ahren se atrevió a cavar una trinchera en el campo de batalla que había entre Lara y Semyon, cada vez que se juntaban en la misma habitación, para que la cosa no fuese a más.
Lara se sentía rota, tanto por dentro como por fuera. Rota y atada con cadenas involuntarias a una vida que ni quería ni había elegido, ¿y todo por qué? por un encuentro lujurioso de un día cualquiera. ¿Pero qué culpa tenía el pequeño Sasha de haber llegado a la vida de Lara en el momento y el lugar equivocados? Ninguna en absoluto. Es por ello que la morena lo trata con todo el amor que una joven madre primeriza, que querría haber sido la bailarina principal de alguna compañía de ballet importante, puede darle.
Es por ello que ahora mismo sus ojos están hinchados y húmedos, rojizos y cansados pensando en lo que Semyon le dijo hace unas semanas: en dar en adopción a Sasha.
Los trámites habían comenzado, y el rubio había firmado ya los papeles... Pero ahora faltaba Lara por firmar.
Había pasado muchas noches en vela pensando en lo que aquella familia podría darle a su hijo, y en lo que ella misma no podría darle. En la de cumpleaños, Navidades, caídas y berrinches que se iba a perder a su lado. En la de primeros momentos que nunca presenciaría y en la de conversaciones que nunca tendrían. En la de besos y abrazos a los que renunciaría si aceptaba firmar aquellos papeles.
Su mano derecha descansaba en el pecho del pequeño, el cual recibía una leve caricia del pulgar de su madre mientras su diminuta mano izquierda se aferraba con fuerza a sus dedos meñique y corazón. Y con lentitud, las lágrimas caían desde la uve en la que se cerraba el párpado de Larisa, deslizándose hacia el brazo en el que apoyaba su cabeza.
Nadie le había dicho que dejar ir a un hijo era tarea fácil.
El pecho le dolía, sentía como su corazón se contraía cada vez que pensaba en todo aquello. En lo que es y nunca podrá ser. Y en lo mucho que su propio hijo ganaría en calidad de vida si ella desaparecía de su vida.
La vida se burlaba de ella, desde luego.
Con suavidad separó la mano del pecho del pequeño, arropándolo mejor con la sábana, y se levantó de la cama (donde lo había dormido) para acercarse al escritorio en el que estaba la única lámpara de noche que iluminaba su habitación. Sobre la mesa las hojas que Lara debía firmar, y a su vera el tintero y la pluma con la que debía firmar.
A pesar de haberlo normalizado todo junto al mundo muggle, no podía olvidar que su vida giraba en torno a la magia, que su hijo era de sangre pura y algún día llegaría a entrar en Hogwarts.
¿Y a qué casa le mandaría el Sombrero Seleccionador? ¿En qué asignaturas destacará? ¿Cuando vaya al Callejón Diagón elegirá una lechuza, un gato o un sapo? ¿Le apasionará la danza, como a su madre? ¿Se morirá por trabajar con dragones como su padre? ¿Llegará a conocer Durmstrang o Beauxbatons algún día?
Larisa se apoya en la madera pulida y barnizada del escritorio, sintiendo como todo le da vueltas, y decide sentarse en la silla que va a juego, frente a aquellos endemoniados papeles. Posa una mano sobre ellos y comienza a leerlos, cada palabra le quema los ojos más y más.
Vuelve a ver borroso, y toma la pluma con la diestra mientras sujeta las hojas con la izquierda. Moja en el tintero y un sollozo logra escapar de su pecho, asfixiándole en la garganta.
La firma se le hace eterna, las líneas no quieren ser trazadas y el papel rehúsa la tinta... O al menos eso es lo que a ella le parece. En realidad las amargas lágrimas, desesperadas por evitar el momento, vuelven a precipitarse al vacío.
Cuando las seca con el dorso, la palma, el revés de la mano, e incluso el antebrazo, los papeles ya está firmados. Cuándo se tramiten, Sasha dejará de ser su pequeño dragón para serlo de otras personas... A las que sólo se puede atrever a pedirles una única cosa: que le brinden todo lo que ella no será capaz de brindarle. Y que le enseñen a amar.
Escrito por: Larisa Fiódorova